Cuando sabía que ya no iban a entrar más clientes, el encargado del club se sentaba a
leer el diario, prendía un cigarrillo y se tomaba su wiskisito - así lo llamaba.
Era extraño lo que pasaba, era extraño ver las canchas de bowling vacías, sin
ese ruido infernal de los palos y el murmullo de sus risas. Yo me tiraba a
descansar sobre unos tablones que hacían de cama y me ponía a leer, a escribir.
Rogaba que no entrara más gente, que se hicieran las dos de la mañana y me dijera: "Cerrá las cortinas nomás, Jorge. Ya no va a entrar
nadie". Sí, yo sé bien que la poesía salva.