lunes, 9 de marzo de 2015

En esa época, la del comedor escolar, estaba muy aferrado a dios: nos hacían rezar antes de cada comida, agradecerle esa posibilidad. Siempre recuerdo el hermoso gesto de una de las cocineras; nos esperaba en la puerta y nos despedía con una caricia en la cabeza. O cuando nos quedábamos a juntar los platos, junto a mi hermano, para que nos dieran doble ración de postre. A esa edad uno no es muy consciente de esas cosas. Con el paso del tiempo, recién comencé a valorar todo lo que había vivido allí. Y sí, claro, dios existe. Juro que lo vi entre los cantos de niños huérfanos.