Recuerdo el hermoso
gesto de una de las cocineras: nos esperaba en la puerta y nos despedía con una
caricia. O cuando nos quedábamos a juntar los platos, junto a mi hermano, para
que nos dieran doble ración de postre. Con el paso del tiempo comencé a valorar los siete años vividos
allí, en el comedor escolar de la escuela 11. Y sí, claro, dios existe. Yo lo vi
entre los cantos de niños sin padre.