jueves, 6 de febrero de 2020

Hace un poco más de veinte años que hago, de manera ininterrumpida, los asados para mi familia. A esta altura, digamos la verdad, me salen de taquito (modestia aparte, aclaro). Pasé por todas las etapas de un asador: el temor del novato, la alegría del que aprende, la confianza que te da el paso del tiempo. En estos años, también vi crecer a mis sobrinos. Ya no son los niños que esperaban al lado de la parrilla, en fila india, que estén listos los primeros choripanes. Ahora son adultos que me preguntan cómo ando, qué me dejó la tarde. El aplauso para el asador ahora lo pide una niña muy hermosa llamada Lunita.