A esa hora solo los perros andaban por la calle, quizás por eso están tan presentes en mis poemas. Esos bravos muchachitos me enseñaron que el último gesto de la noche quiere huesos.
Hace unos meses volví a subirme a una bici y empecé a cumplir una rutina diaria. Ahora sí puedo hablar del placer de andar en bici. Todos los poetas uníos del mundo deberían darse el lujo de pedalear contra el viento en una ciudad como Río Gallegos.
NOTA. La fotografía la tomé el viernes 4 de febrero, camino a la Virgencita.