jueves, 10 de noviembre de 2022



Ayer hice de todo para tratar de estar bien y creo que, en parte, lo logré. Salí temprano a caminar, agarré por la Pasteur hasta la 25 de Mayo. Bajé por la avenida principal y llegué hasta el correo para enviar mis libros a Monte Grande. Me sigue pareciendo poético ese viaje de 3 mil kilómetros que hacen los poemas, como que van haciendo su propio camino.
Antes de ir a trabajar, fui al cementerio. Compré el ramo de flores más lindo y lo dejé ahí, en el lugar del silencio. 
Luego sí fui a trabajar. Tuvimos un día hermoso con los niños. No pueden creer que haya cambiado mi celular. Me cargan, sonríen cuando les hago una pregunta puntual sobre el uso del nuevo bichito. Tenemos un ritual que cumplimos una vez al mes: llevo una bolsita de chupetines para compartir. Paso banco por banco y ellos van sacando uno, sin mirar. La única condición es que no hay chance de cambiarlo, aunque hay excepciones, claro. Ayer era el día. 
Volví cansado, pero contento. Merendé algo y salí a pedalear. Estrené un bolsito hermoso de color naranja, mi color favorito. Y sí, tenía que ir a ese lugar que tan bien describen los Catupecu en Refugio. Hace mucho que no llevaba el largavistas. Fue una de las primeras compras que hice con mis primeros sueldos. No sé cuántas veces me habré quedado allí, contemplando el río y el mismísimo mar. Sé que nunca tendré respuestas de lo que le pudo haber pasado a mi papá, pero estar ahí un rato me calma. Es como la música, como la poesía.

Y te vi, y me vi.