No suele hablar mucho, pero cada vez que lo hace es certero, va al hueso. No suele vender humo. Cada vez que hace un gol, alza las manos al cielo y piensa en su abuela, la mamá de su mamá, la primera que lo llevó al potrero, a los cinco años. Esa tarde se sacó de encima a unos cuantos rivales e hizo un gol, similar al que hizo ante Australia. Sus manos, que siempre apuntan al cielo, ahora escriben una carta de agradecimiento. Mantienen vivo el recuerdo de Celia, su abuela.